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Un Cuento de Navidad

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El pequeño Michael corría a casa con la mochila a la espalda por la calle con los edificios más antiguos de la ciudad. Se trataba del barrio más pobre de la periferia, allí donde vivían las familias que no se podían permitir un piso en el centro. Era veinticuatro de diciembre, el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad.

-¡Ya estoy en casa!-gritó Michael al entrar en su domicilio, dejando la mochila en el suelo y quitándose los zapatos.

-¿Qué tal en el colegio, grandullón?-Anthony, su padre, estaba preparando comida en un puchero oxidado, en la cocina.

-Genial, hoy nos han dejado salir antes para poder comer en casa-respondió su hijo, claramente animado.

Habitualmente Michael comía en el comedor social de su colegio, ya que sus padres trabajaban hasta tarde, pero pocos día atrás, la empresa de embalaje y montaje de cartones había decidido despedir a Anthony. "Y justo antes de Navidad..." les había oído Michael hablar a sus padres aquella noche. "Con todos los gastos que tenemos por delante... Me temo que este invierno no podrá haber regalos..." A Michael se le paró el corazón en seco al escuchar aquello.

Ese barrio, su barrio, era uno de los pocos a los que Santa Claus no solía visitar. Por esa razón, Michael y su familia celebraban la mañana de Navidad comprando los regalos ellos mismos. Era uno de esos pocos días del año en que los tres iban juntos al centro, a ver las grandes tiendas llenas de luces y adornos de la festividad. Lamentablemente, este año no tenía pinta de que eso fuese a suceder. Michael, tras escuchar la conversación que sus padres habían mantenido aquella noche, hizo añicos la carta que había escrito para Santa. Su Santa particular, llamado papá y mamá. En aquellos diminutos trocitos de papel se encontraba el anhelo de un niño, aquel regalo que tendría que esperar, al menos, un año más.

***

Cuando Amelia, la madre de Michael llegó a casa, los tres se arremolinaron en la mesa de la cocina para pensar qué podían preparar para la cena, una cena de Navidad lejos de los lujos, en los que las verduras eran las protagonistas. La carne y el pescado eran para los ricos, decía su padre, y más en esa época del año en que los precios subían a límites inaccesibles para su familia.

Fue una velada enternecedora que disfrutaron entre risas, bromas, chistes, y algún que otro puchero pasado de cocción, que poco les importó.

-Dime, campeón, ¿has escrito ya la carta a Santa Claus?-preguntó Anthony una vez terminaron de cenar. Al ver la mirada gacha de su hijo, frunció el ceño, en un claro gesto de preocupación.

-Este año no he escrito carta-respondió, sin poder reprimir la tristeza.

-¿Cómo que no hay carta?-preguntó entonces Amelia.

-No quería regalos...-le costó pronunciar a Michael.

-¿Que no querías regalos? Pero mañana es Navidad, hijo.-Hizo una pausa ante la que nadie habló.-Seguro que no sabes qué elegir. Pero ¿sabes qué? Mañana iremos bien temprano al centro y entraremos en esa tienda tan enorme que te gustó tanto el año pasado. Seguro que tienen montones de cosas y...

-¿Es verdad que te has quedado sin trabajo...?-La pregunta pilló por sorpresa a sus padres, que se miraron intentando buscar una solución a la conversación.

-¿A qué viene esa pregunta, Michael?-Anthony trató de calmarlo.

-Os oí la otra noche...

-No te preocupes, cariño, es sólo algo temporal. Están viendo cómo pueden organizarse de nuevo en la empresa de tu padre.-Amelia, habilidosa con las palabras como lo era siempre, le acarició el pelo con una sonrisa.

Nadie pronunció ni una palabra más de aquello, antes de irse a dormir aquella noche. Una noche en la que Michael, tumbado en su cama, arrebujado entre las sábanas, deseó mil y una veces, que esa situación se solucionase.

-Santa, no sé si existes sólo para los ricos, o simplemente no eres real. Pero por favor, quiero que esta noche existas para mí. Bueno... Para mí no, para mis papás. Papá se ha quedado sin trabajo, y esta noche no hemos tenido ni siquiera chocolate para el postre. Creo que mamá está triste, y cada vez llega más tarde de su trabajo. Ya nada es como era antes, y si no es como antes no me interesa tener ningún regalo. Mis papás hacen de Santa Claus todos los años porque tú no puedes venir a vernos. Son los mejores papás del mundo, me quieren mucho, y yo también a ellos. Por eso, este año he roto mi carta y la he tirado a la calle por la ventana. No sé cómo puedo hacer para que me escuches, pero si pudieras oírme, quiero que regales a mi papá un trabajo nuevo. Así mamá sonreiría más. Me gusta que papá esté en casa cuando llego del colegio, pero prefiero que nos veamos sólo por la noche, todos con una sonrisa. No sé si tengo que pagarte para que me escuches, no entiendo cómo funciona con los niños ricos, pero si es así, en mi hucha tengo cuatro euros y veinte céntimos. Y te prometo que para final de año intentaré conseguir, al menos, dos euros más. Espero que sea suficiente. Quiero que mis papás sonrían de nuevo otra vez.

Y tras pronunciar por lo bajo aquellas últimas palabras, Michael se sumió en un sueño lleno de nieve, renos, y un gran trineo rojo...

***

Michael se despertó con brusquedad entre los gritos que sus padres proferían desde el comedor. La casa era muy pequeña, y las paredes finas y llenas de humedad. Le costó abrir los ojos, pero tenía el corazón acelerado por el ruido que provenía de la habitación contigua a la suya. Tras ejercer un esfuerzo titánico para desprenderse de las sábanas, salió a ver lo que pasaba.

Su madre lloraba en brazos de su padre, y éste la abrazaba mientras sostenía un extraño folio en una mano. Algo no encajaba. Sonreían.

-Buenos días-dijo el pequeño.

-¡Grandullón!-Anthony se acercó al muchacho, soltando con cuidado a su mujer, y agarrándole de la cintura le elevó en el aire entre risas y bailes.

-¿Qué ocurre, papá?-sonrió con la inercia él también.

Aquel folio no era más que un montón de letras. Un montón de letras que significaban una disculpa. Una disculpa de la misma empresa que despidió a su padre unos días atrás, y en el que se comunicaba que habían errado al hacer los cómputos económicos que supusieron la reducción de plantilla. Habían vuelto a contratarle. El día de Navidad.

Tras los festejos, los bailes, las risas y las bromas, Anthony se arrodilló para mirar de frente a su hijo.

-Michael. Quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti. Ayer nos demostraste a tu madre y a mí que eres el mejor hijo que nadie pudiera tener. Sé que te preocupas por nosotros, pero esta mañana, los tres iremos a comprarte un regalo. Nos quieres proteger porque entendías mi situación, pero somos tu madre y yo los que queremos protegerte a ti. Vamos a ir al centro y te compraremos aquello que más te guste. ¿Te parece bien?

-Pero... Rompí mi carta...

-No importa pequeño. Este año, no pasa nada por no tener carta de Santa Claus.

Tras prepararse, el pequeño Michael los apremiaba con energía a que salieran en dirección al metro. Un metro que les llevaría al centro, allí donde las luces y el jolgorio se hacían más evidentes. Salió a la calle antes que sus padres, y comprobó que, en efecto, hacía mucho frío. De pronto, un pequeño balón de cuero en perfectas condiciones llegó rodando a sus pies. Michael se quedó mirando aquel objeto con un brillo especial en los ojos.

-Oye muchacho-dijo un hombre ataviado con ropajes gruesos y una espesa barba en el rostro desde detrás.-No dejes que la pelota caiga a la carretera.

Michael lo agarró con ambas manos y fue a tendérselo al señor, intuyendo que era suyo.

-Oh, no chico. No es mío.-Sonrió, cerrando los ojos tras las gafas de media luna que llevaba.-Y no veo a nadie más por aquí. Quizás... Deberías quedártelo.

-No... No puedo señor. Seguro que es de algún niño que...-El chico se puso nervioso ante la situación.

-¿Acaso no te gusta?-le preguntó.

-Claro que me gusta. Me gusta muchísimo...-Michael miró de nuevo a la pelota. Casualidad o no, era aquella que había pedido en la carta a Santa Claus que destruyó.

-Pues si tanto te gusta, deberías quedártela.

-Verá, señor...-le costó pronunciar aquellas palabras, pero cuando finalmente lo hizo, se le dibujó una sonrisa a él también en el rostro.-Creo que debería llevársela usted. Tendrá algún nieto, o hijo, o amigo al que se lo querrá regalar. Me encanta la pelota, de verdad, pero es que...

-¿Es que...?

-Es que Santa Claus me va a regalar una igual esta mañana.

-¿Santa Claus? Jo, jo, jo. ¿Acaso va a venir aquí?

-La verdad es que Santa Claus está en mi casa todos los días del año.

-¿Todos los días, eh?

-Eso es.

Justo entonces, Anthony y Amelia salieron de casa. Michael, que los esperaba con entusiasmo, se despidió del señor de barba poblada, y agarró a sus padres de la mano. Y cuando ya estuvieron lo suficientemente lejos de casa, Michael comprendió una cosa. No necesitaba que Santa viniera a rescatarle. Tenía lo mejor que podía pedir justo en casa. Se llamaban papá y mamá.





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